Los aspirantes presidenciales cargan lápidas pesadas. Quien pueda demostrar que su lápida es la más ligera, en esa misma proporción incrementará su posibilidad de triunfo. Cuatro personajes pretenden gobernar un país que se ha hecho más inseguro, más participativo y, sobre todo, más conflictivo. Además, la desigualdad se incrementa, la pobreza mantiene el mismo nivel de hace 30 años y la corrupción y la impunidad siguen reinando a sus anchas.
Para empezar: la gran lápida de López Obrador es su intolerancia. Solo su opinión cuenta y las demás son como notas de pie de página que, en el mejor de los casos, pueden integrarse al “texto principal”. Este país está cansado de los designios de un solo hombre, desde tiempos inmemoriales. Sobran nombres: Santa Anna, Juárez, don Porfirio y toda la era del priismo “moderno” y el panismo fallido. AMLO carga, además, la lápida de la soberbia. Esa losa lo puede sepultar. Lidera en las encuestas, lo que no garantiza que sufra un resbalón. AMLO lo sabe, pero con frecuencia da la impresión de que no ha aprendido la lección.
La lápida de Meade es muy pesada. Un personaje honesto que se le ordenó apagar un brutal incendio con una cubeta de agua semivacía. Un incendio provocado desde el mismo seno del gobierno. El PRI es su cruz y Peña Nieto su peor adversario. Fueron demasiados los errores de esta administración para sofocar el fuego provocado por tantas irregularidades que se cometieron desde el corazón mismo del gobierno federal. Meade es el Pípila: arriesgara su vida para ganar nada, excepto el heroísmo. Si alguna posibilidad tiene, entre otras, para sobrevivir es aclarar lo expuesto en la investigación sobre La Estafa Maestra. ¿Qué gana Meade, por ejemplo, arropando a Rosario Robles? Nada. Es necesario, como él dice, rodearse de “gente decente”; se deduce del dicho que es escasa en las filas de su partido.
Anaya, un político audaz y atrabiliario. Es candidato porque manejó el principio de que el fin justifica los medios. En su camino dejó un reguero de enemigos, incluyendo al PRI y al Presidente. El Estado mexicano no tardó en endilgarle presuntos ilícitos que no han sido del todo demostrados, relacionados con ganancias inmobiliarias irregulares. Son varias semanas que el tema se discute y mientras tanto Anaya se desgasta significativamente tanto en su perfil como en su desempeño. La semilla de la duda está sembrada. En tanto no aclare el origen de su patrimonio, la lápida que carga lo hundirá en las profundidades de la sospecha y la derrota.
Margarita Zavala tiene también una lápida muy pesada: su cónyuge. Sin duda, una mujer respetable pero que no puede contestar más que ambigüedades a las preguntas de diversos entrevistadores: no opina sobre la guerra desatada en el sexenio de su marido y se horroriza ante la libertad sexual. Es imprecisa. Tiene pocas probabilidades de triunfar. Sin embargo, su voto es valioso, en tanto se convierta en útil. Meade quiere “cambio con continuidad”, lo que implica mantener el statu quo: ¿el de la corrupción? Anaya pretende combatir la corrupción siendo un presuntamente indiciado. López Obrador ofrece el cambio hacia la honestidad con fórmulas erráticas. Y Margarita tiene el lastre de un marido faccioso que mucho le estorba en su aspiración. Las lápidas contribuirán para construir una elección tortuosa.